sábado, 19 de febrero de 2011

LOS MISERABLES DE LA CALLE 5 DE FEBRERO


Antes de comenzar, quisiera advertir que lo que a continuación voy a narrar no es ficción, no es, producto de un alucine, sin embargo; tampoco busco que mis palabras sean creídas ni juzgadas como hechos cien por ciento certeros porque todo lo que habré de escribir fue visto a través de mis ojos, y mis ojos, como los de cualquiera; contemplan la vida a través de un filtro que se ha formado con una porción única y diminuta de infinitas posibilidades de vivencias.

Dicho lo anterior inicio así:

viernes, 18 de febrero de 2011

El anciano cojo

El sucio pavimento de la calle se extiende como una larga vena por donde circulan múltiples vidas, pero en ella; también hay cicatrices que nos cuentan historias de personas que están dejando su vida ahí, personas que mendigan sentados en el mismo lugar todos los días y que, de tanto ser vistos han terminado por desaparecer volviéndose parte de la grisácea banqueta, aún así siguen levantando sus manos pidiendo una moneda pero sus miradas permanecen siempre en el suelo, como aplastadas por el constante peso de todos los pasos que van y vienen.

Frente a una zapatería observo una mancha oscura, como de aceite, pero sé que está formada con el sudor de un anciano, sudor que ha sido absorbido por aquel trozo de lengua asfáltica durante años. Hoy, me resulta extraño no verlo sentado sobre la marca que delimita su vida entera, sin embargo puedo imaginarle a un lado de aquel mugriento gorro, siempre con la pierna doblada para no estorbar, y sus viajas muletas, recargadas entre el muro y la vitrina de la tienda; se me muestran como su única ayuda y sustento.
Pienso que alguna vez este anciano tubo una madre que lo cuido y alimento cuando le dio a luz, que anduvo en dos piernas, que de niño jugó —porque los niños por muy pobres que sean siempre juegan o, al menos imaginan— creo; que tubo la posibilidad de amar, de ser feliz y ganar algo de dinero con la fuerza de su juventud, pero ahora, quizá habrá de termina aquí, parchando la caliente banqueta con su senectud.

Me retiro del lugar pasando por encima de la marca y de pronto, recuerdo una loca teoría del poeta Baudelaire y lo imagino gritando “¡apaleemos a los pobres!” mientras administra unas cuantas patadas al anciano, sonrió con la sonrisa que surgen cuando se ha sofocado una carcajada irónica, luego, veo entusiasmada al mendigo fruncir el entrecejo y tomar una de sus muletas tal vez; como nunca lo ha hecho: con vigor… su mísera actitud ha sido exorcizada a golpes y ahora parece la metáfora de un guerrero herido blandiendo su espada contra las rodillas del enemigo, al fin, el poeta extiende su mano al anciano y le dice: Sólo es el igual de otro, quien lo comprueba, y sólo es digno de la libertad, quien sabe conquistarla. Señor, usted es mi igual, hágame el honor de compartir mi bolsillo.

martes, 15 de febrero de 2011

El leproso

Antes de comenzar, quisiera advertir que lo que a continuación voy a narrar no es ficción, no es, producto de un alucine, sin embargo; tampoco busco que mis palabras sean creídas ni juzgadas como hechos cien por ciento certeros porque todo lo que habré de escribir fue visto a través de mis ojos, y mis ojos, como los de cualquiera; contemplan la vida a través de un filtro que se ha formado con una porción única y diminuta de infinitas posibilidades de vivencias.

Dicho lo anterior inicio así:

Una tarde de invierno mientras caminaba por una de las calles mas transitadas de la ciudad me detuvo la fuerza visual de una escena, cruda cayó frente a mí y su peso rompió cualquier pensamiento que haya estado cruzando por mi mente, fue, como chocar inesperadamente contra un muro… contra la cruel realidad.

A un lado de la entrada de un restaurante muy popular de comida china, había un hombre adulto de piel morena, supongo; no por condición natural sino por largas exposiciones sin tregua bajo el sol, aquella piel me resultó muy tosca y gruesa como la de un animal de carga, tenía un largo cabello negro y sus puntas agrupadas en gruesas marañas me recordaron la mítica cabellera de medusa, en su mirada no encontré nada, no había dolor, ni miedo ni tristeza, eran sus pupilas sólo dos insípidos círculos negros que no mostraban la presencia de alma alguna. El hombre estaba descalzo y llevaba el pantalón enrollado por encima de las rodillas, sus mal olientes piernas y pies estaban cubiertos por costras e infestados por obsesos grandes y frágiles que al menor contacto supuraban el espeso festín de todas aquellas moscas que revoloteaban a su alrededor…. Esto, fue lo que más me impactó pero un empujón del gentío me hizo salir del asombro, y ahí estaba yo, presenciando la existencia de un ser que había perdido gran parte de aquello que nos hace humanos.

Le miraban con curiosidad y quizá asco pero en aquel momento la escena no se levantó como un muro e hizo frenar de golpe el transitar alguien más, la gente entraba y salía del restaurante saboreando una menta o cargando bolsas de comida, en el local de la esquina una señora compraba un gran helado para su hijo regordete, y poco más para allá; un vendedor convencía a un incauto de las múltiples cualidades milagrosas de una pomada para cayos juanetes espinillas infecciones y de más, total, para donde quiera que llevaba mis ojos había gente impulsada al parecer; por el estimulo de la compra y la venta, pero la calle es larga y en su transitar habría de ver mucho más.

Regresé la atención al hombre leproso y vi de pronto frente a él a dos señoras de aspecto amable, entonces, caminé hacia allá para saber qué pasaba, un de ellas llevaba un frasco transparente lleno de un liquido semejante al aceite y lo agitaba con fuerza mientras oraban en voz alta por el enfermo, las gotas de aceite no podían deslizarse por aquella piel purulenta e hinchada y las oraciones no lograron ningún milagro, pero el hombre no pareció decepcionado y permaneció igual que antes; inmóvil, con su mirada inerte clavada en el piso...


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