viernes, 18 de febrero de 2011

El anciano cojo

El sucio pavimento de la calle se extiende como una larga vena por donde circulan múltiples vidas, pero en ella; también hay cicatrices que nos cuentan historias de personas que están dejando su vida ahí, personas que mendigan sentados en el mismo lugar todos los días y que, de tanto ser vistos han terminado por desaparecer volviéndose parte de la grisácea banqueta, aún así siguen levantando sus manos pidiendo una moneda pero sus miradas permanecen siempre en el suelo, como aplastadas por el constante peso de todos los pasos que van y vienen.

Frente a una zapatería observo una mancha oscura, como de aceite, pero sé que está formada con el sudor de un anciano, sudor que ha sido absorbido por aquel trozo de lengua asfáltica durante años. Hoy, me resulta extraño no verlo sentado sobre la marca que delimita su vida entera, sin embargo puedo imaginarle a un lado de aquel mugriento gorro, siempre con la pierna doblada para no estorbar, y sus viajas muletas, recargadas entre el muro y la vitrina de la tienda; se me muestran como su única ayuda y sustento.
Pienso que alguna vez este anciano tubo una madre que lo cuido y alimento cuando le dio a luz, que anduvo en dos piernas, que de niño jugó —porque los niños por muy pobres que sean siempre juegan o, al menos imaginan— creo; que tubo la posibilidad de amar, de ser feliz y ganar algo de dinero con la fuerza de su juventud, pero ahora, quizá habrá de termina aquí, parchando la caliente banqueta con su senectud.

Me retiro del lugar pasando por encima de la marca y de pronto, recuerdo una loca teoría del poeta Baudelaire y lo imagino gritando “¡apaleemos a los pobres!” mientras administra unas cuantas patadas al anciano, sonrió con la sonrisa que surgen cuando se ha sofocado una carcajada irónica, luego, veo entusiasmada al mendigo fruncir el entrecejo y tomar una de sus muletas tal vez; como nunca lo ha hecho: con vigor… su mísera actitud ha sido exorcizada a golpes y ahora parece la metáfora de un guerrero herido blandiendo su espada contra las rodillas del enemigo, al fin, el poeta extiende su mano al anciano y le dice: Sólo es el igual de otro, quien lo comprueba, y sólo es digno de la libertad, quien sabe conquistarla. Señor, usted es mi igual, hágame el honor de compartir mi bolsillo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo nunca quiero ser parte de una grisácea banqueta, ni de una oscura oficina, ni de una habitación enmohecida... Prefiero estar cambiando, pero nunca quiero ser parte de esto que tan bien describes. Sí, algún día podría ser mendigo también, pero no quiero quedarme ahí, apático simplemente, no quisiera verme pisoteado por otros.

Vivan los pobres, desaparezcan las clases sociales, pero, mejor: desaparezca el dinero.